Esta entrada fue publicada como artículo en el vigésimo aniversario de la revista Astronomía Digital, en compañía de enormes divulgadores. En esta versión se incluyen todas las referencias que no aparecieron en la versión pdf. Agradezco a Víctor Ruíz la reedición de algunos detalles que mejoraron el texto.
Una historia del efecto invernadero en Venus
En 2008, la sonda Venus Express se encontraba en órbita alrededor de nuestro vecino planetario cuando apuntó su cámara infrarroja VIRTIS hacia la Tierra. Nuestro planeta se apareció como un punto casi azul y no tan pálido en unos pocos píxeles. La propuesta de esta inusual observación había sido realizada dos años antes por el astrobiólogo David Grinspoon, un apasionado de las ciencias planetarias desde su relación profesional y de amistad, casi familiar, con Carl Sagan. Por supuesto, su inspiración le llegó precisamente de este último con su icónica imagen conocida como Pale Blue Dot, tomada desde la Voyager 1 en 1990 a seis mil millones de kilómetros.

Pero hay una iniciativa mucho menos conocida de Sagan de 1993. En ella propuso utilizar los datos espectrales tomados por la sonda Galileo, durante sus dos sobrevuelos a nuestro planeta en diciembre de 1990 y 1992, para estudiar los marcadores característicos de la vida. En otras palabras, mirar a la Tierra como si se tratase de otro mundo a explorar. Al igual que en aquella ocasión, la cámara VIRTIS buscaría desde la distancia indicadores de vida en nuestro planeta (agua y ozono fundamentalmente). La idea, primero de Sagan y luego de Grinspoon, era aprender aquello que nuestro planeta nos podía enseñar a la hora de buscar indicadores de vida en otros mundos.
La naturaleza de Venus
Venus siempre despertó la imaginación de los científicos, que se preguntaron cómo serían sus paisajes, su clima y sus posibles habitantes.
El psiquiatra hebreo de origen ruso Immanuel Velikovsky —gran amigo de Albert Einstein—, desarrolló durante los años cuarenta del siglo XX una teoría de catástrofes planetarias para justificar eventos de la historia bíblica. Una de esas ideas convertía a Venus en un fragmento cometario expulsado de Júpiter alrededor del año 1500 a.C. que habría provocado, presuntamente, el éxodo del pueblo de Israel.

Por supuesto, nadie en la academia tomó en serio sus especulaciones. Muy al contrario, fue recibida con una acalorada oposición. Pero la propuesta de Velikovsky hacía una predicción contraria a las hipótesis de la época, derivada de los cálculos de Svante Arrhenius, que dibujaban un Venus parecido a una sauna bajo un manto perpetuo de nubes en una versión tropical de nuestro planeta; Un Venus lleno de vida que Claude Flammarion imaginaba en 1884 con enormes planicies y montañas más altas que el Himalaya poblado de unos habitantes sospechosamente parecidos a los humanos.

Según la propuesta de Velikovsky, la superficie de Venus tenía que estar muy caliente al ser un planeta joven con menos de 4000 años, como de hecho fue descubierto en observaciones de radio a finales de los cincuenta, evidenciando una superficie por encima de los 400ºC capaz de fundir el plomo, un llamativo ejemplo de cómo la mala ciencia puede hacer una predicción correcta.
Sagan y el efecto invernadero
Carl Sagan fue uno de los grandes críticos de las ideas de Velikovsky. Y aunque suele atribuírsele la explicación del efecto invernadero como mecanismo de la elevada temperatura de la superficie de Venus, lo cierto es que fue el astrónomo germano-estadounidense Rupert Wildt en 1940 quien primero estimó una temperatura de la superficie bien por encima del punto de ebullición del agua. Wildt utilizó un modelo básico de equilibrio radiativo provocado exclusivamente por una atmósfera de CO₂, representada en una sola capa a modo de “manta” semiopaca sobre la superficie. La explicación era, desde todos los puntos de vista, una aproximación muy burda. Se necesitaba un modelo más elaborado de transferencia radiativa para explicar correctamente la elevada temperatura superficial de Venus.
Fue precisamente lo que hizo el joven estudiante de doctorado Carl Sagan en 1960. Sagan llegó al Observatorio de Yerkes (Wisconsin) para comenzar su doctorado, guiado por su pasión por la vida extraterrestre, cuando se encontró con el problema de la elevada temperatura superficial de Venus y sus consecuencias para la vida en nuestro vecino planetario. Indagando en la biblioteca del observatorio, aprendió de manera autodidacta durante meses cómo funcionaba la física de la absorción y emisión del CO₂ en el infrarrojo. Y su gran contribución a la ciencia fue entender que el mismo efecto que actuaba en nuestro planeta era perfectamente aplicable a otros mundos.

Sagan elaboró así un modelo radiativo que, aunque bastante mejor que el de Wildt, era, como él mismo lo puso, “embarazosamente burdo”. Podemos hacernos una idea sencilla del mecanismo básico sin profundizar demasiado en los detalles.

El calor de Venus
La distancia de Venus al Sol es un 70 % la de la Tierra,recibiendo muy aproximadamente el doble de radiación solar. Sin embargo, debido a la presencia de su famosa capa de nubes de ácido sulfúrico altamente reflectante, Venus presenta un albedo del 76% que, unido a la dispersión que produce su densa atmósfera de 92 bar, reduce la cantidad de luz solar que alcanza su superficie a apenas un 3% de la incidente.
Si Venus careciese de efecto invernadero, su temperatura de equilibrio en superficie sería de unos gélidos, casi marcianos, -40ºC. Contrariamente, la superficie es un auténtico infierno a 470ºC. Podemos entender esta diferencia de la siguiente manera: La concentración de CO₂ es tan elevada que el grueso de la radiación que pretende escapar al espacio sólo lo puede hacer desde capas muy elevadas y muy frías. De esa manera, la energía solar se acumula calentando la atmósfera hasta que la temperatura de la zona efectiva de emisión alcanza el equilibrio a una temperatura de -40ºC. A dicha temperatura efectiva, la atmósfera emite exactamente la misma potencia superficial que la depositada en la atmósfera por la radiación, unos 160 W/m².
Se puede así establecer una medida de la magnitud del efecto invernadero como la proporción entre la energía emitida por la superficie (unos 17000 W/m²) y la parte que abandona la parte alta de la atmósfera (160 W/m²) . Para la Tierra, esta misma cantidad es del orden de 1. La atmósfera de Venus es así unas 100 veces más opaca al infrarrojo que la terrestre.
Sagan no tuvo más remedio que introducir una cantidad de vapor de agua en la atmósfera de Venus para explicar la magnitud de esta temperatura superficial. La idea era que la líneas de absorción de la molécula de agua bloquease las ventanas atmosféricas por donde el CO₂ aún permitía que la radiación infrarroja escapase al espacio.
Teoría y observación
La visita de la sonda soviéticas del programa Venera y posteriormente la Pioneer Venus norteamericana durante los setenta, no encontraron precisamente mucha agua. Las mediciones indicarían que las concentraciones de CO₂ y vapor de agua estaban básicamente invertidas con respecto de la atmósfera de la Tierra, con tan solo unas 30 ppmv (partes por millón en volumen) de vapor de agua, un ambiente extraordinariamente seco para los estándares de nuestro planeta.
Cuando mejoró la comprensión de la física del efecto invernadero de tipo desbocado que sufrió Venus, se supo que esa escasa cantidad de vapor de agua jugaba un papel relevante, por lo que Sagan no iba especialmente desencaminado. En su obra Cosmos — que a muchos nos inspiró el placer por la ciencia— advertía
La Tierra tiene, al igual que Venus, unas 90 atmósferas de dióxido de carbono, pero no en la atmósfera sino incluido en la corteza en forma de rocas calizas y de otros carbonatos. Bastaría con que la Tierra se trasladara un poco más cerca del Sol, para que la temperatura aumentara ligeramente. El calor extraería algo de CO₂ de las rocas superficiales, generando un efecto más intenso de invernadero que a su vez calentaría de modo incrementar la superficie. Una superficie más caliente vaporizaría aún más los carbonatos y daría más CO₂, con la posibilidad de que el efecto de invernadero se disparara hasta temperaturas muy altas.
Esto es exactamente lo que pensamos que sucedió en las primeras fases de la historia de Venus, debido a la proximidad de Venus con el Sol.
Malos augurios
El medio ambiente de la superficie de Venus es una advertencia: algo desastroso puede ocurrirle a un planeta bastante parecido al nuestro.“
Recientemente, en 2009, el conocido climatólogo de la Universidad de Columbia James Hansen repetía la misma advertencia en su libro Storms of My Grandchildren:
Si quemamos todas las reservas de petróleo, gas y carbón, existe una gran posibilidad de que iniciemos el efecto invernadero desbocado. Si también quemamos las arenas bituminosas y la pizarra bituminosa, creo que el síndrome de Venus será una certeza absoluta.
Hansen empezó a estudiar la física del efecto invernadero a principio de los setenta inspirado precisamente por los cálculos de Sagan. Pero, ¿qué sabemos actualmente de la advertencia original de Carl sobre la posibilidad de convertir la superficie de nuestro hermoso mundo en el infierno de Venus?

La historia que se suele contar nos lleva a un pasado geológico en Venus con agua líquida donde el volcanismo iba acumulando CO₂ a la atmósfera mientras la luminosidad solar aumentaba a lo largo de los eones. La cantidad de vapor de agua en la atmósfera aumentó a la par hasta que en algún momento todo el agua líquida de la superficie terminó en la atmósfera, creando el terrible efecto invernadero que llevó al planeta a las condiciones actuales.
La evidencia que tenemos de la existencia de que ese agua pudo estar ahí procede de la proporción de deuterio respecto al hidrógeno, que resulta unas 100 veces mayor que la terrestre. Asumiendo historias de formación similares para ambos planetas, eso apuntaría a la pérdida de hidrógeno por fotólisis de las moléculas de agua provocada por la radiación UV en lo alto de la atmósfera, que tiende a producirse en mayor proporción para el isótopo más ligero que escapa más fácilmente del campo gravitatorio.
¿Por qué no ocurrió lo mismo en la Tierra? El termostato que impide la acumulación de CO₂ a largo plazo (millones de años) en la atmósfera de nuestro planeta es la erosión provocada por el agua junto a la tectónica de placas. El CO₂ disuelto en la lluvia llega a los océanos formando rocas hidrocarbonadas como la caliza que terminan en el manto por los movimiento de subducción de las placas tectónicas, regresando nuevamente en la atmósfera a través de las emisiones volcánicas. De hecho, se ha especulado con un efecto invernadero desbocado similar al de Venus en la formación de nuestro planeta pocos millones de años después del impacto de formación de La Luna, cuando no actuaba este mecanismo.
Venus pudo así tener tectónica de placas hace 1-2 mil millones de años y océanos en su pasado remoto. Se especula incluso con que un clima favorable a la vida con agua líquida en superficie pudo mantenerse hasta hace unos 700 millones de años. Pero también podría haber sucumbido al efecto invernadero desde poco después de su formación y jamás haber sido habitable. Lo cierto es que no lo sabemos debido a la juventud de su superficie (300 a 600 millones de años)

Pronóstico reservado
Los especialistas en física de la atmósfera son conscientes, sin embargo, que la historia no es tan simple. La retroalimentación del efecto invernadero por evaporación de agua tienen un límite debido a que, a medida que la atmósfera se calienta, emite mayor cantidad de radiación al espacio, actuando como un mecanismo de enfriamiento compensatorio. Este es el caso de la Tierra en la actualidad. Mientras la atmósfera no acumule suficiente CO₂ y se vuelva lo que se denomina ópticamente gruesa al infrarrojo, dicho límite nos mantendrá en la zona habitable. Colin Goldblatt, de la Universidad Victoria en British Columbia, sugiere que esa concentración podría ser tan alta como 30000 ppmv. Las trayectorias de emisiones manejadas por el IPCC estiman, en el escenario más pesimista conocido como RCP8.5, una concentración de unas 1000 ppmv. ¡Parece que de momento estamos a salvo de convertirnos en Venus!
Por supuesto, eso no nos librará de sufrir el mismo destino que Venus en el lejano futuro, debido al aumento de luminosidad solar con el tiempo. Los modelos más recientes indican que, en la configuración actual de nuestro planeta, el efecto invernadero desbocado no aparecerá hasta que la luminosidad solar no sea entre un 10 y un 20% más intensa que en la actualidad. Dicho límite se superará dentro de unos 1500 a 2000 millones de años. A partir de ese momento, el planeta que conocemos podría perder todo el agua de sus océanos por evaporación y finalmente por fotólisis y pérdida de hidrógeno al espacio en los siguientes cien millones de años, y repetir de esa manera el destino de Venus. Demasiado tiempo para que la advertencia de Sagan y Hansen nos parezca preocupante.
El infierno perfecto
¿Cuál es la temperatura máxima posible alcanzable en un efecto invernadero desbocado? Nadie se sorprenderá que en el mundo real exista un límite a la temperatura que puede alcanzar la atmósfera de un planeta por efecto invernadero. A medida que aumenta la temperatura, la longitud de onda del máximo de emisión de una superficie planetaria se hace menor y empiezan a aparecer nuevas ventanas atmosféricas por donde desalojar radiación más cercana al visible (1-2 micras en el caso de Venus) reapareciendo el mecanismo de enfriamiento compensatorio. Se estima la máxima temperatura teóricamente alcanzable en unos 1300ºC.

De hecho, Venus pudo estar a una temperatura superior a la actual (hasta unos 600 ºC de media) durante centenares de millones de años de su historia debido a la disminución de la capa de nubes. Venus es hoy mucho más frío de lo que podría ser gracias a la pérdida del agua sufrida en su pasado remoto y a la espesa capa de nubes de ácido sulfúrico que refleja gran parte de la luz solar, alcanzando la superficie apenas un 3% de la radiación solar incidente.
Venus extrasolares
Toda esa caja negra de desconocimiento que tenemos sobre el pasado geólogico de Venus podría iluminarse con la detección de exo-planetas similares a nuestro vecino. La observación de un número considerable de ellos en la conocida como zona Venus, interior a la Zona de Habitabilidad, podría proporcionarnos las pistas de los estados por los que pasó a lo largo de su historia geológica. Incluso podríamos ya contar con unos cuantos candidatos en la zona Venus, como el planeta B y C del sistema Trappist-1 detectado en 2017 alrededor de una enana roja ultrafría. Se estima que B, por ejemplo, posee una atmósfera muy espesa (10 a 10000 bar) con una elevada concentración de vapor de agua y temperaturas superficiales de 500 a 1200ºC, lo que indican claramente un planeta rocoso que ha sido víctima de un efecto invernadero desbocado pero que aún conserva gran cantidad de vapor de agua en su atmósfera.

Carl Sagan hubiese adorado todas estas observaciones. Le serviría para volvernos a advertir sobre el delicado balance que se establece en una atmósfera planetaria. Aunque nuestro mundo no se vaya a convertir en Venus en escalas temporales que ahora mismo nos importen, sí que hemos aprendido en estas últimas décadas que la estabilidad del clima del Holoceno, que nos vio nacer y desarrollarnos como civilización, depende de la firme voluntad de sus miembros para “preservar y apreciar este punto azul pálido, el único hogar que hemos conocido.”